Apenas algunas horas después de haber regresado de la India nos dieron la mala noticia. Un par de horas después estábamos en el velorio. De cuerpo presente. Entré justo después del féretro. Di el pésame a quien había que darlo. Me quedé montando guardia por al menos unas tres horas durante las cuales desfilaron personalidades del mundo de la política que de corazón o no, entraron a rendir homenaje o a ser fotografiados. Durante las horas que pasé con cara de serio por tres días escuchando música de violines y guitarras, mi menté divago a lugares extraños. Algunos pensamientos fueron sumamente tristes. De lejanía. Otros fueron de felicidad. Del pasado, del presente, del futuro. No hubo un hilo conductual, como no lo suele haber en mi pensar (aunque piensen lo contrario). En la mañana del domingo, que fue una fría, me enfoqué en las caras largas y tristes de los presentes. En su vestir de acuerdo al protocolo. Entró una pequeña ventisca por la puerta principal de la casa e inmediatamente me transporté a uno de esos sepelios de película, en Inglaterra quizás. Un sólo violín comenzó entonces a tocar y pensé en dos cosas. Como en las películas, la cruda realidad de la muerte es algo que a algunas familias y a varias miles personas en el mundo afecta desde chicos, seguido. Es entonces que vi la imagen del niño que no llora mientras entierran a su madre. A la esposa desdichada con el velo ocultando su tristeza por la muerte del marido en la guerra. El segundo pensamiento que preponderó en mi mente fue sin lugar a dudas la fortaleza que vi por parte de los familiares directos. Con naturaleza en su actuar público denotaban unidad, humildad, sentir y seriedad.
No pude evitar pensar en cómo sería mi propia muerte. A diferencia de muchos de mis conocidos, hace varios años decidí que no le tendría miedo a la muerte. En realidad ello no es algo que se pueda decidir de buenas a primeras y que tu vida cambie de acuerdo a ello. No importa. Lo decidí. No estoy seguro de cómo el proceso fue dándose pero llegó el día en el que me percaté que en realidad no tenía miedo a dejar de existir. Mi decisión consciente de alguna manera llegó a la práctica. En esa época también decidí que mi funeral sería fuera de protocolo y que quería que mis más allegados que me sobrevivieran fueran vestidos de varios colores. Paulatinamente fui dictando y acordando en colores para cada quien. Busqué que hubiese una diversidad. Después llegué a comprender que en realidad nunca le tuve miedo a dejar de existir. En realidad no. Más bien, mi preocupación consta con la forma en la que sucedería. Si dolería. Si me causaría tristeza. Sí sería breve o agonizante. Sin embargo, ello tampoco importa.
Hace algunos años leí del ideal budista de la muerte. En la escena se observa al monje que por medio de la meditación ha obtenido tal cantidad de paz interior y paz mental que ello desprende una felicidad y una tranquilidad misma hacia su alrededor. Entonces, en su lecho de muerte, la gente sonríe, no llora. No hay necesidad de hacerlo porque todo el mundo está tranquilo, feliz, está viviendo y aceptando el momento, el presente. Además se sabe que le espera algo mejor en su próxima vida. Con entrenamiento, el Nirvana. Deseé que algún día pudiese yo adquirir la suficiente paz y tranquilidad como para satisfacer esa imagen yo mismo. De alguna manera, mi idea innata de mi propio funeral sí poseía un hilo conductor con lo que deseaba al pasar del tiempo con mayor conciencia. Primero quería los colores rodeándome. Después deseaba que estos colores expresaran no sólo un estado de ánimo sino también una comprensión del universo, de la carga energética, del estado de mente del muerto y de la paz y tranquilidad a la cual todos y todas tenemos derecho de forma indiscriminada.
Del dicho al hecho hay mucho trecho y uno debe trabajar para ganarse lo que desea con idealismo. A lo largo de mi vida he muerto varias veces. A veces en pequeños infartos rápidos y sucesivos. A veces en dolorosos y agonizantes muertes cerebrales, quedando como vegetal por días. Finalmente, resucitando hasta el final de mi vida mortal. Con ningún otro permiso que seguir viviendo hasta que lo inevitable llegue. En el entre tanto, me dedico a vivir, por momentos.
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