Es más sencillo, en general, destruir algo que construir algo nuevo. Algo así es lo que pienso pasó en América Latina. Hace un par de días estuve observando a un grupo de Venezolanos (algunos Chavistas y otros tantos no) y me interesó bastante el nivel de nacionalismo que corría por sus venas. Si bien hago homenaje a C. cuando digo que el nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando, también creo que en algunos momentos es bueno. Es decir, ¿qué mejor que el nacionalismo visto como una línea coyuntural para la pertenencia de las masas? Justamente en ese contexto nace la Doctrina Monroe en 1823 y es en ese sentido que nacionalistas como Morelos en México utilizaban el término “americano” para definir a su nación. Sin embargo, después de la independencia de Latinoamérica el gusto duró poco…
Galeano atribuía el subdesarrollo de nuestra amada Latinoamérica, justamente, a nuestra falta de comprensión para con nuestros pueblos hermanos, a falta de identificación con el prójimo. A mí en lo personal me suena irónico que ante tal grado de catolicismo en la región sea justamente dicho valor tan importante para la religión lo que nos ha imposibilitado desarrollarnos.
¿Hubo acaso un balance entre los ideales independentistas y la realidad de dichos tiempos? John Lynch en Las revoluciones hispanoamericanas, 1808-1826 sugiere que de hecho había una división muy marcada en las economías nacionales. “Rivalidades internas, por conflictos entre el centro y las regiones, entre el libre comercio y la protección, entre agricultores que buscaban mercados de exportación y los que favorecían a la industria o a la minería, entre los partidarios de las importaciones baratas y los defensores de los productos nacionales”.
Pero, ¿qué es en concreto lo que falló? Si bien los países americanos lograron romper con la dependencia hacia la madre Ibérica, no lograron destruir a fondo (o en lo absoluto en algunos casos) la estructura social que heredaron de los españoles. Buen ejemplo de ello son las haciendas: una organización que utilizaba demasiadas tierras y producía muy poco capital. Pero además, las haciendas representaban un medio de control por el cual se mantenía la oligarquía que reinaba desde antaño. Así pues, la independencia produjo un cambio de poderes pues ya no era la corona española la que gobernaba, ahora eran las clases pudientes, los criollos.
Además, para el colmo de las economías, los nuevos Estados tenían también nuevos gastos que antes no poseían. Tal era el caso de los sueldos de los nuevos puestos burócratas –que hasta la fecha mantenemos- como lo son los congresistas, los jueces, los ministros, los diplomáticos… también había –y hay- que financiar hospitales, escuelas y otros servicios sociales.
Le sobrevinieron golpes de estado y épocas caudillistas a dicho periodo.
¡Oh sufrida patria, que nunca has logrado educar a tu hija la economía!
¡Oh burocracia y corrupción que reinan por los siglos de los siglos!
Y son justamente, en mi opinión, dichas dos palabritas las que lo explican todo; entre gastos innecesarios y ayuda individualista se nos fue todo al traste. Desde tiempos postreros a la independencia hasta la actualidad preferimos apostarle a la promesa que algún individuo nos pueda proveer cuando llegue al poder que a la anónima caución de una institución pública.
El caos económico que vivimos en Latinoamérica desde tiempos independentistas se basa en la inmutable estructura social, pues aunque los poderes cambien y los modelos económicos lo hagan también, nuestro egoísmo no nos lleva a ningún lugar. Cuando comimos hace cuatro días, Y. declaraba que el ser humano es egoísta por naturaleza y que se corrompe por sociedad.
Concluyo que hasta que no haya una verdadera voluntad de cambio social y reordenamiento económico, América Latina se mantendrá sumida en la pobreza, en el desempleo, en el ocio y en la inestabilidad e inequidad. Hasta que no se defina un rumbo y se pergeñe la línea de acción (el plan) no poseeremos una verdadera independencia.