Muy querida Mamu

Muy querida Mamu

GABRIEL MENDOZA- La Jornada de Michoacán

A mí las presentaciones de libros siempre me salen medio cuchas por mi irremediable costumbre de acabar haciendo anécdotas. Como usted sabe, soy un simple y sencillo chamaco campirano, oriundo de aquí cerca, de la bella villa alpina de Jaripo, por más señas, de manera que el análisis profundo, sesudo, crucial, así como las consideraciones de forma, fondo, coyuntura, contexto, praxis y coadyuvancia –como dirían los letrados–, invariablemente me llevan a puras conclusiones de filosofía bien rancheras.

Para mi monda y lironda fortuna –y a veces para desgracia de mi auditorio– en el estudio de este maravilloso potaje que llamamos el mundo de hoy, el único lente que aprendí a usar es el del corazón. Francamente me cuesta mucho trabajo ver las cosas de otro modo, qué le voy a hacer… Es por eso que le escribo esta carta. No sabe usted cuanto me alegra, querida Mamu, que los caminos indígenas de doña Amalia hayan llegado hoy hasta Jiquilpan. Es, sin duda, prueba inequívoca de que el tiempo corre en espiral como las bolitas de chicle que compran los niños en las farmacias. En este inmenso bosque de caminos, el camino de usted, que es el nuestro, regresa recurrentemente hasta Jiquilpan, que es el sitio donde todo empezó hace más de cien años. El Jiquilpan nuestro de cada día es ahora más que nunca un símbolo del poder de las palabras. Usted es escritora, Mamu, estoy seguro que me comprende. La palabra Jiquilpan se asocia con soberanía, del mismo modo que tzeltal con dignidad, Anenecuilco con justicia, Carácuaro con decoro y Lecumberri con infamia… He leído el libro confeccionado por usted y nuestro gran amigo Julio Moguel, que es un entusiasta, genial y entrañable deschavetado. El texto me provocó alegría e indignación a la vez. Resulta –como todo lo que usted hace, Mamu– firme en su ternura y tierno en su firmeza. Y es un libro valiente. Tan valiente como quien lo escribió.

Otra persona –menos aguerrida y generosa– se habría abandonado a una vida regalada de club de golf y té canasta en las Lomas de Chapultepec. Otra persona no andaría de la seca a la Meca luchando por un país más justo y más próspero y porque el prójimo no tenga que agarrarse a balazos con el poder público para obtenerlo.

Otra persona, Mamu, no usted. Todos en esta sala sabemos perfectamente quién es doña Amalia Solórzano de Cárdenas. A este respecto, los comentarios sobran. Decía yo que Estampas para el recuerdo es un libro entrañable y clarificador, pero sobre todo es un libro que nos abre muchas interrogantes. La primera, por ejemplo: ¿quiénes son ellos, los sin rostro, los que tomaron un fusil de palo y pelearon hasta la muerte contra las metralletas del Ejército federal; contra las armas de un gobierno al que desconocían sencillamente porque nunca se había parado en sus comunidades durante siglos?…

Otra más, la segunda: ¿qué vamos a hacer nosotros, los con rostro, los que no creemos en el fusil (sea éste de palo o de pólvora) aunque comprendamos porqué quieren usarlo, los que no somos indios, ni españoles, ni negros, ni chinos, sino todo lo contrario (o más bien, la mezcla de todo lo contrario); qué vamos a hacer, repito, para no engullirlos, para no difuminarlos y extinguir su esencia, para no estorbarles en su proyecto de futuro, cualquiera que éste sea?…

Y una última, entre muchas más: ¿cómo diantres le hacemos para ponernos de acuerdo, para acabar de decidir quién va a pelear por los otros 50 millones de pobres que no son indios?…

Siempre he creído que el problema fundamental de nuestro país no son los distintos, insultantes e injustos desniveles económicos, sino los distintos, insultantes e injustos también desniveles históricos. Mientras millones de mexicanos luchan por dejar el siglo XX, unos pocos viven, benditos privilegiados, en el siglo XXI, y otra buena parte está atrapada en el siglo XIX. Algo así como la dramática paradoja de la hipercomputadora conectada a Hawai mediante una supercarretera de información, que convive con el infraburro cargado de leña y conectado a Azuayo mediante una suprabrecha del subdesarrollo. El Tenochtitlan que somos en perpetua tensión contra el Tecnotitlán que queremos ser. Y es precisamente un libro como Estampas para el recuerdo lo que nos puede ayudar a esclarecer porqué los cerveceros de Monterrey no pueden entender a los pozoleros de Chiapas o porqué los comandantes zapatistas parecen más misioneros de Bartolomé de las Casas que guerrilleros del Ché Guevara.

A lo largo de Estampas para el recuerdo, una mujer de su tiempo –es más– una creadora, una protagonista de su tiempo, y por lo tanto una mente de lucidez histórica innegable, ofrece su testimonio objetivo, desapasionado y a la vez comprometido, sobre la paz y la guerra; sobre los que pelean y los que parlamentan; sobre los que tienen buenas intenciones y los que nomás tienen buenos intereses. No sabe cuánto le agradezco Mamu, además, que sea un libro sin adjetivos calificativos, sin poses, sin nada qué justificar.

Se lo agradecemos todos ahora que se escriben tantos y tantos libros de nostalgia por el poder y de amor al autoelogio, o lo que es peor: que se escriben tantos y tantos libros para expiar culpas políticas.

No puedo terminar mi intervención sin platicarle una anécdota: cuando estalló el levantamiento de 94, Lázaro, Cuate y el que esto escribe nos echamos un round de sobremesa discutiendo sobre la guerra de Chiapas. Ellos dieron un punto de vista mesurado, como siempre, y yo, como siempre, aventuré unas cuantas opiniones bien chabacanas.

Recuerdo haber proferido que un movimiento armado era la antítesis de lo que el ingeniero Cárdenas nos había enseñado como método de lucha; y que el problema de los indios de México es que la izquierda los quiere de hijos, la derecha de criados y nadie de ciudadanos.

Y que a mí los movimientos armados me gustaban, pero no los comandantes, porque comenzaban como Marcos, que lucha para no gobernar, y terminaban como el comandante (Fidel) Castro, que tuvo que gobernar 40 años para medio componer las cosas; y además, dije, el escarabajo Durito me caía gordo por ridículo…

Atendiendo a su naturaleza, Mamu, cada uno de los nietos varones de usted me dio su respuesta: “Hay que esperar”, propuso Lázaro como buen político, y Cuate, en cambio, respondió como el artista que es, con una frase que en ese momento adquirió resonancias de poema épico: “¡Sácate a bañar!”, me dijo.

Tiempo después, cuando la guerra urbana en las calles de la ciudad de México me había endurecido y ya nada era sorpresa, tuve el extraño privilegio de apoyar a la caravana zapatista –yo, que tantos bloqueos de vialidad había enfrentado– en su entrada a la capital de la República. Habían ganado la guerra, Mamu, sin disparar un tiro.

Rompieron el cerco y tomaron el Palacio Legislativo para hacerse oír. Todavía recuerdo la gallarda voz de Esther doblegando sus armas ante la soberanía popular, y la temblorosa confidencia que Marcos balbuceó, como todo hombre que tiene sangre en las venas, sobre su desazón por no tener un hijo. Yo, Mamu, se lo confieso, sentí un gusto infinito de tragarme mis palabras, lloré como un muchacho, y bajo el sol calcinante, en esa tarde tan llena de personas, tan llena de mi país, sólo pude pensar que el señor general, usted y el ingeniero, han sembrado en una tierra muy fértil. Reciba mi cariño.

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