Luciérnagas voladoras en el tiempo

La felicidad no significa la ausencia de dolor, como anunciaba el utilitarismo, tampoco funciona viceversa. ¿Qué es entonces? A veces es más fácil decir lo que no son las cosas que lo que sí son. La verdad duele, incomoda, pero tarde o temprano, llega. Comúnmente nos vemos tan ensimismados en nosotros mismos que nos olvidamos de escuchar, de escuchar al prójimo, de diferenciar el ruido de la esencia y yo también soy pecador, lo admito, nadie es perfecto. Sin embargo, resulta que las trivialidades de la vida se interponen ante las ideas de lo importante de tu hijo o de tu hermano.

En el medio de la búsqueda de la felicidad, del comprendernos a nosotros mismos, del escucharnos y de escuchar a los demás, nos cruza una fina línea invisible que no deja de tocar ni un pelo de nuestra alma; me refiero al tiempo. A veces nos aparece como una ola devastadora que nos empuja inexorablemente y nos da un bofetón en la mejilla cuando nos vemos en el espejo una mañana soleada y calmada notando una peca o algún lunar que ahí no recordábamos. Otras se presenta con tal sutileza dentro de una memoria casi olvidada y que regresa toda una forma de ser, un estilo de vida, un sentimiento, un pensamiento y una sonrisa o una lágrima por medio de algún aroma que en diminutos instantes llega a nosotros, haciendo presente aquella noche que paseábamos por el muelle o una velada en la casa de la abuela. Nos envuelve en una luz cegadora, el tiempo, como si nos encontráramos en un campo repleto de luciérnagas apenas se ocultó el sol en donde no logramos distinguir entre metáfora de lucidez o pendejos absolutos sin sentido, utopías que lleguen a ser realidad, como fueron nunca pensadas o como no debieron jamás ser imaginadas.

Los seres humanos nos presentamos con excusas ficticias diariamente: “no sé cómo hacerlo”, “mis habilidades son otras”, “nunca lo he podido hacer” u “ojalá yo supiera hacer lo mismo”. Nos imponemos barreras, puentes caídos, muros impenetrables y neblina cegadora ante lo que nos da miedo; queremos entonces cortar de tajo lo que pensamos malo y es así que nuestra sociedad se convierte en una de intolerancia, irreverencia y discriminación. Si pensamos algo malo buscamos eliminarlo, contrario a lo que hacían lo griegos, por ejemplo, que limitaban lo que pensaban malo y dejaban lo demás existir, como si por medio de algunos retoques se pudiera pulir y sacar brillo hasta lo más nefasto y temible del hombre. No estoy seguro de que tal idealismo en realidad exista y me intento convencer de que debemos enfrentar el sufrimiento para llegar a un lugar desde el cual podamos apreciar, entre las alturas, nuestros logros y nuestros éxitos, que después del sufrimiento nos darán felicidad; recordemos empero junto con tal idea nietzschista que tuvo un drástico final en una institución mental.

Una sociedad libre es aquella en la que es seguro ser impopular.
- Adlai Ewing Stevenson, 1900 - 1965

1 comments:

Ceci said...

He de confesar que cuando leo lo que escribes, comúnmente suelo experimentar una gran variedad de emociones. No pude evitar sentirme aludida (aunque sé que no fue tu intención) con las primeras líneas del último párrafo, pero como dices, “la verdad duele, incomoda, pero tarde o temprano, llega.”

Leer sobre el tiempo y la felicidad, me hace recordar lo efímero de esta última, pero precisamente de eso se trata. Si la felicidad fuera una constante, ya no tendríamos un propósito para vivir. Sin embargo, no creo que necesariamente debamos enfrentar el sufrimiento para lograr la felicidad. Aunque podríamos considerar estos dos conceptos como opuestos; como el blanco y el negro, en medio encontramos una escala de grises. Por lo tanto, no estar en el extremo de la felicidad no implica necesariamente estar en el del sufrimiento; cualquier estado intermedio basta. Mi consejo es, por consiguiente, que no trates de convencerte de esta hipótesis de enfrentar el sufrimiento porque éste tampoco debería ser una constante. Te quiero…