Todo comenzó con mejorar el sistema eléctrico de la sala. Ya sabes cómo es. Uno despierta con entusiasmo. Lee toda la mañana. Se prepara un café en lo que lee las revistas amontonadas y se prepara para deshacerse de papeles que ya no son necesarios. Después de archivar todos los apuntes viejos, claro está. El día se sucedió entre papeles. Para la hora de la comida las nuevas lámparas en la sala y el comedor estaban listas. Ya entrados en gastos y habiendo pasado por la tlapalería local pues uno se encomienda en los detallitos que siempre quedan para después. La luz del baño que tampoco funcionaba también entró en la agenda. Después a comprar focos nuevos. Para hacer la magia. Dos tiendas después aún no encontraba lo que quería. Finalmente. Caros como la chingada. Pinche inflación. Pinche economía. Buen jazz en el fondo de la sala cuando subo el switch otra vez. Los focos nuevos han de ser instalados. ¡Hágase la luz! Sí, como en la historia… y la luz se hizo.
Entonces noté las manchitas de la pared. Las patadas que le han dado en la vida a la pobre. Los continuos cambios de cuadros. Lo que haga feliz al dueño. Pasar un trapito por aquí. Uno por allá. La cosa no mejora. Esto de tener luz tal vez no fue tan buena idea. Hasta parece de día. Ya no me da sueño y trabajo y trabajo. Ya me había acostumbrado a la penumbra. A la obscuridad que cubría el escritorio. Era una buena excusa para dejar el polvo. Para dejar de trabajar temprano. Los libros hasta se veían bien así amontonaditos con perfil bohemio. Nada. Ahora hay luz.
Una hora después ya estaba pintando la pared. Una y media después terminé. La obra de arte, aún inconclusa, se ve genial bajo luz de día. Digo, de los nuevos focos. Creo que hay que dejarla dormir hasta temprano para ver que tanto funcionan los focos. Por lo pronto la moraleja es que a veces uno vive mejor en la obscuridad. Cuando uno aprende a hacer luz hay que aguantarse. O volverse loco y pintar por la noche que parece de día. Afuera mientras llueve fortísimo.
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