Corrí hacia abajo, en la planta inferior había un gato en la ventana. Sentado, observaba el paisaje como si nada hubiese sucedido. Afuera, me percaté de la presencia de tres personas mayores. Tres viejitos, uno con bastón y otra pareja platicando. En un primer momento sentí pánico de saber que quizás ellos estaban muertos en realidad. No me importó y caminé hacia ellos, pues la curiosidad me mataba. Digamos que la curiosidad mató también al gato porque el animal desaparecido en ese momento. Me acerqué y noté que estaban vivos. Que tenían problemas para moverse pero que ello era sólo parte de su edad, algo que me resultó natural. En torno a ellos todo era verde, el pasto, el cielo, había pájaros que volaban y que cantaban. Noté incluso un árbol de limas atrás del primer viejito a quien hice señas de que se acercara hacía mí. Él, con las dificultades antes mencionadas, caminó lentamente en mi dirección y me observó con cautela. Le expliqué primero con harta premura la urgencia que había porque se moviera él y sus compañeros hacia adentro de la casa. El desastre estaba por llegar. La prisa en mis pensamientos y en mi preocupación evitó que hablara con dicción y que se me entendiera lo que buscaba expresar. Me vio con cara de estupefacto y me comprendí que quería que repitiera lo que había dicho. La viejita y el viejito que permanecían aún en un segundo plano comenzaban ya a moverse hacia mí para entender por qué estaba yo tan espantado. Repetí, esta vez calmado y con paciencia, lo que sucedería si no se movían. La radiación era, claramente mi preocupación permanente. Una vez que mi mensaje se transmitió, ello me dijeron que no importaba. Me explicaron que estaban ya muy viejos para la preocupación y para correr. Me preocupé y los vi con tristeza. ¿Había algo que pudiese yo hacer?
Desperté abruptamente y vi por la ventana. La cortina estaba cerrada y detrás de ella brillaba el sol. Los pájaros cantaban detrás del todo. Lo primero que vino a mi mente fue “que alivio que no tengo premoniciones, aún”.
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